miércoles, 25 de junio de 2008

El diván

El Diván

(De “Recuerdos de un bricoleur”*)

Jean Francois, Brigitte, Claire y Cristine, estudiantes a punto de egresar de L´Ecole Normal Superior de Ulm, comparten un amplio departamento en la calle Michel Chasles del Quartier Bastilla, barrio parisino emergente pues fue puesto a la moda por la instalación de intelectuales y artistas.

Me ceden una chambre de bonne, pieza destinada para el servicio, que los edificios burgueses del siglo 19 suelen tener en el último piso. Esas son las famosas buhardillas, habitáculo obligado de gente pobre o romántica, muchas aún con inodoros y duchas comunes para varios cuartos en el pasillo.

Mi ventana, tragaluz en ángulo, es un instrumento de percusión con el granizo de invierno y el pasaje hacia el cielo, o para asoleadas en bolas en verano. Da hacia un vértice del techo de hojalata, parada de una familia de cuervos, pajarracos que ganaron ese territorio a las palomas, aves que detesto.

Tengo una perspectiva otoñal de los techos.

En estas buhardillas han habitado casi todos los estudiantes y artistas extranjeros que han pasado por París el último siglo.

No sé, siempre tuve la impresión que en ciertos edificios y barrios de París no hay transcurso del tiempo.

A mis protectores les vino de perillas un bricoleur, además chileno. El golpe de estado en Chile fue un escándalo mundial, especialmente en Europa. La inteligencia políticamente correcta europea, ex sesentaiochianos, muchos ya en el poder, buscaban contacto con chilenos para, en su último romanticismo, apoyar la oposición anti-dictatorial.

Supieron que yo dirigía una revista político-cultural del exilio e inmediatamente me acogieron bajo su alero. Cristine, la historiadora, a propósito de mis “teorías”, sacó la conclusión de que los latinoamericanos estábamos en plena invención de nuestras identidades, como los judíos diaspóricos pos guerra. Ella, preciosa, logró que yo estudiara el Sionismo.

Ala comunidad franchuta les fabriqué bibliotecas para centenas de libros. Me recomendaban a sus relaciones para trabajos de pintura y carpintería. Fui el "maestro chasquilla" del movimiento "Change" y "Tel Quel", "chivas" de vanguardia parisina más o menos antagónicas. De hecho, no sé cual de los dos movimientos me utilizó para rendirle homenaje a Severo Sarduy, yegua barroca que yo encontré sumamente loca. En fin, yo también era un protegido exótico invitado a sus tertulias. Les cociné algunos pasteles de choclo. Les divertía mi horrible acento y se sorprendían de mi admiración por Walter Benjamín. Me pusieron a prueba o tal vez quisieron que yo fuera como ellos: me encargaron un artículo sobre el concepto de aura de Walter Benjamín, sobre el que yo hacía averiguaciones. Me declaré incompetente.

Mis nuevos amigos, pelaban a los movimientos parisinos que les dije, el Change (cambio) y el Tel Quel (Tal Cual). Descueraban a "concho" a Phillipe Sollers. Brigitte se preocupaba de alfabetizarse en las Ciencias Sociales. A sus reuniones, sumamente gastronómicas, llegaban personajes ahora casi todos famosos en la memoria de los intelos 70-80. Cotilleaban de Roland Barthes, Julia Kristeva, Michel Foucault, Derrida, etcétera. Tal como los posteriores potomodernos comentan los reality shows.

Brigitte intentaba explicarme a Deleuse y Guattari. El “Anti-Edipo” de estos señores y su análisis de Kafka me marcaron más anarco.

Sin paciencia y cero rigor teórico, saqué cuentas de un movimiento endogámico. Todos se citan entre ellos. Para agarrar algo, tenía primero que pescar a Saussure, a Jakobson, vacilarme la lingüística rusa y al menos Freud que, como mi padre psiquiatra lo detestaba, a mi me interesó. A Sigmund lo leí con tanto placer como a Barthes y al poético Lévi-Strauss. Este último señor, con su “Pensamiento Salvaje”, me instaló el temor de que la poesía no fuera como un bricolage ad infinitum, un montaje eterno, un producto-collage siempre provisorio, sin innovación, pues aparece siempre la pre-existencia de las partes viejas. Por estas orillas, le tomé bronca al concepto de intertexto de la Kristeva. “Kristeva, Kristeva, me tenís hasta las huevas” fue una resentida frase mía, que alguien catalogó como un “artefacto”. Considero los “artefactos” como idiotez poética.

Terminé más pegado a la Escuela de Frankfur, a su historia, más que a sus pensamientos. Me fascinó la anécdota del padre de uno de ellos, millonario por negocios de granos en Argentina, que financió la Escuela. Sudamérica mantuvo a pensadores mundiales, pensé...Guauu...

Emergían “los Nuevos Filósofos”. Políticamente incorrectos. Uno de ellos. un tal Lévi, el primer filósofo farandulero, enmierda a los sesentayochianos al opinar que Pinochet era bomba. Lévi fue humillado por un anarco-situacionista, con un sorpresivo ataque público: lo embadurnó con una tarta a la creme en pleno hocico. Este terrorista a la creme también atacó al héroe de mis amigos normalianos: nada menos que al cineasta Godard, de quién sólo me gustó la muerte callejera de Jean Paul Belmondo en “Sin aliento”.

Un día Jean Francois, el niño mimado de la comunidad de mis intelectuales protectores de la rue Michel Chasles, me comunicó que un “Psi”, -así decían por psicólogo, psicoanalista, psiquiatra- un “Psi” maestro de todos ellos, necesitaba de mis servicios de bricoleur. Mi manualidad me sostenía. Fui con mis herramientas al tiro.

Me apersoné en 5, rue de Lille, a un típico edificio burgués del siglo XIX. Abre la puerta un señor canoso con anteojos, un tanto acartonado. Saluda más bien a mi caja de herramientas que a mi. No recuerdo muchos detalles de su lugar. Quizás no me importaron o ya estaba habituado al entorno de intelectuales parisinos.

Con mi instinto ya entrenado catalogué a este señor como un obsesivo anal, digamos cliente pesado, por el orden comme il faut, ultra meticuloso de su entorno, de su biblioteca, muebles y objetos.

Me salió con un encargo de bricolage, digámoslo suavemente, chiflado. Me pidió que le aserrara un par de milímetros a una pata de un diván. Me dijo que necesitaba ese mueble con un petit defaut, traduzcamos cojera. Era el diván que utilizaban usualmente sus pacientes.

Algo me explicó: no quería de ningún modo una perfección burguesa en su exocuerpo cósico, es decir, sus muebles eran extensiones de él mismo, más que de sus usuarios cotidianos, atribulados pacientes de su consulta. Mi cliente quería que los cuerpos, los culos, los “uno mismos” de sus atribulados pacientes, no sintieran una estabilidad inmediata en su soporte. Quería que los usuarios(as) de ese diván, sintieran la cojera, sintieran una imperfección. Según él, sus pacientes soltarían más sus rollos y “nudos” al sentarse, al ocupar este mueble cojo, insoportablemente cojo, como la mayoría de los muebles de bistrots, de restaurantes, o de los muebles antiguos, me explicó?

Evidentemente él, fue indiferente a mi perplejidad idiota. Ejecuté lo que me pedía. Fue complicado intervenir el sofá pues era bastante pesado. Tuve que voltear lo, con la ayuda de mi mismísimo cliente para lograr aserrar delicadamente una pata del diván. Procedí con un serrucho de costilla, fino, esos utilizados por los enmarcadores. Mi cliente me seguía cada gesto.

Fue el primer parisino que no me preguntó de la situación chilena. Puntos a su favor.

Cuando terminé este trabajo absurdo limpié las briznas de aserrín y guardé en mi caja los restos de la pata del diván, para no ensuciar su papelero sin papeles. La pata, posiblemente por la calidad y dureza de la madera que no pude identificar, me dejó una lonja rectangular casi cuadrada, muy fina, negra de cera cochina del encerado del piso por una cara y corte de veta maderístico limpio por la otra cara.

Todo el operativo de imperfeccionar este mueble duraría una media hora. Saqué cuentas: su interés personal en mi obra me puso nervioso, más dos telefonazos- noté su demora en atender a propósito, - más, mi ida a mear al baño.

No tenía idea de cuanto cobrarle por semejante trabajo. Calculé unos pesos por desplazamiento y una hora mínima de trabajo “al negro” (sin impuestos).

Algo me comentó de la fascinación que le producían las herramientas, especialmente las de carpintería antiguas. Me pagó, se despidió con mano y todo. Me dirigí al Metro un poco frustrado por mi precaria ganancia.

Volví al departamento de mis protectores en la rue Michel Chasles, apostando que habría alguien. Preví dejar mis herramientas allí pues tenía pendiente una biblioteca que estaba armando en la pieza de Claire. Ella: un tanto rechoncha, con anteojos onda John Lennon. Ya lo lograba como crítica de cine en Le Monde. Me dedicó un libro de su autoría sobre Joris Ivens, documentalista. De este señor solo vi algo sobre los chinos de Mao y su documental de Valparaíso.

Me abrió Jean Francois, con un recipiente omeletero en la mano. No todos saben que no se puede dejar de batir los huevos para que la omelette resulte perfecta. Mi comunidad de normalianos tenía fijación con las omelettes, fáciles y rápidas de hacer. Jean Francois continuó batiendo los huevos dirigiéndose a la cocina. La omelette, según mitología francesa, fue inventada en Francia, cuando le improvisaron algo de comer a no sé cual rey que llegó sin aviso.

Al territorio de Claire me dirigí para a dejar la caja de herramientas. Tremendamente desordenada la Claire. Sus papeles, libros, diarios, revistas, ropas por los suelos, me ponían en situación de voyeur, de sapo, de mirón. Al menos ella tuvo la gentileza de chutear todas sus pertenencias alrededor de su cama, siempre deshecha. Un mero colchón en el suelo con sábanas verde loro y un par de ponchos étnicos.

Gentilmente Claire me había dejado limpio de cachuréos el territorio donde yo carpintereaba su biblioteca sur commande.

Jean Francois me llama de la cocina sin dejar de batir huevos. Pregunta curioso que necesitaba reparar su maestro. De repente, lo nomina: su maestro “psi”, psicólogo, psiquiatra, psicoanalista, es un fulano llamado Lacan. Allí caí en cuenta que mi chiflado cliente de la mañana era un señor importante. Brigitte ya había tratado que le hincara el diente a sus “Escritos”. Confieso que no lo logré, o digerí el libro a medias, aún considerando mi curiosidad de adicto rompecabezista.

Cuando le cuento el trabajito que le hice al “Psi”, Jean Francois se olvidó de su omelette. Muy excitado me interroga a quemarropa tratando de sacarme hasta el último detalle de lo que me dijo Lacan. Anotó todo. Le seguí la cuerda. Por una vez no puse de mi cosecha. Aunque mi memoria inmediata o a corto plazo es más bien frágil, supongo que entonces fui un informante relativamente exacto. Jean Francois se murió de la risa anotando, sin sospechar mi frustración por la precaria ganancia de ese día.

Lenguajié esa anécdota a mucha gente, era como un chiste. Después salió publicado por allí, como uno de los tantos excentrismos de Lacan.

A posteriori, me vino una curiosidad. Quise concurrir a uno de sus célebres Seminarios.

Solo llegando mucho antes logré, a codazo limpio instalarme en la doceava fila de una suerte de aula magna. Las primeras filas estaban absolutamente tomadas por una mafia acólita lacaniana. Su hija Sybille, su cuñado, los amigotes del cuñado, etc. Este tráfico de influencias me lo había advertido Jean Francois. Constaté la existencia de elites privilegiadas para la adquisición del logos.

El College de France estaba repleto. Me sorprendí por el estrellato de mi chiflado cliente. El señor psicoanalista era un super star. Había una instalación de circuitos cerrados de vidéo para los seguidores que llegaron a la hora convocada, en salas secundarias.

Lacan, anteojudo y canoso, ese día se sobrepasó. Hizo un círculo en el pizarrón y después otro, como dos huevas vacías. Se quedó mirando sus círculos meditando más de lo necesario, creando un suspenso. Imaginé que se referiría a alguna novedosa relación entre la teoría de conjuntos y el meollo. Evidentemente su exposición disparó en otra frecuencia. No voló una mosca entre los cientos de orejas atentas. Tuve un sentimiento de ignorancia atroz.

Lacan indica con un puntero el primer círculo que dibujó con tiza en el pizarrón y dice:

- ESTO, es un hoyo...

El público académico embobado. Yo embobado por el público.

Con el puntero, indica el otro círculo. Poniéndole color al tempo, con justo silencio entremedio, el suspenso de un viejo zorro académico, dice:

- ESTO, es otro hoyo...

El estudiantado psicoanalístico con todas las antenas paradas, atento a la parole, a su lenguajear.

A cuenta de nada, tira a continuación la sorpresiva anécdota que de la noche anterior, mirando una foto de su madre tuvo el impulso o compulsión incontrolable de fumarse un petard. El pito de cannabis aún lo tenía desconcertado y pedía, ordenaba, insinuaba a todos los presentes, que reflexionaran sobre el hoyo que conlleva otro hoyo y así. Carcajadas del estudiantado “Psi”. Deben faltarme frases, antecedentes que discursió entre medio. Como siempre me pasa, hago relaciones transversales o patafísicas y pensé que esos hoyos se relacionaban con algún concepto del infinito borgeano. De su conferencia magistral, mi meollo recuerda solo esos hoyos.

Supuse, hilando fino, que su asunto hoyístico + anécdota cannabíslistica, tenía un mismísimo equivalente chiflado de su encargo, ese de la cortadura de la pata al diván de la rue Lille. No sé, mi imaginación edípica interpreta un Monsieur Lacan como un seductor peso pesado. O como le llaman ahora en la red virtual, un maestro en marketing adicto.


Después de muerto Jacques Lacan, concurrí un sábado al Hotel Drouot.

Por orden de su hija Sybille se remataban objetos del famoso psicoanalista. “Cada lote será acompañado de una atestación certificando su origen”, decía la convocatoria.

Se remataron objetos de un desigual interés estético. Se vendió por un total de 717.500 francos, sin impuestos incluidos, según me informé. El martillero, Guy Loudmer, que se parecía vagamente al psiquiatra Lacan, logra 4.500 francos por un paragüero horroroso, 18.500 francos por una simple plancha de terciado con dos caballetes, que yo no vi en la consulta. Un puñal persa sube hasta 50.000 francos y una cerámica de Palissy (siglo 16) sale a 90.000.

La concurrencia no vino solo por los objetos del maestro. Se llenó de voyeurs, mirones copuchentos atentos al diván. Lacan debe haber utilizado una media docena, sino más, pero no importa. Los marchants se sobaron las manos cuando salió a remate el último. Las pujas se alocan por el diván que utilizaron los analizados por el maestro. Es adjudicado por 98.000 francos a un comprador anónimo, que operó mediante agente. Después de una larga batalla, le ganó a la psicoanalista Elisabeth Roudinesco. Nunca se supo quién logró el diván. Se rumoreó que fue Judith, la otra hija del maestro.

Puedo certificar que aquel era el diván que intervine.
En fin, la lonja de la pata del diván de Lacan aún la conservo. He pensado rematarla al mejor postor.

A los normalianos de la rue Michel Chasles, en el Barrio Bastilla, los echo de menos. No así a sus omelettes. Los huevos chilenos son más frescos.



*Bricoleur: francés: artesano reparador aproximado. Equivalente chileno: maestro chasquilla, en una connotación de reparador de cualquier objeto o artefacto de manera improvisada.
Prefiero la definición más o menos antropológica: reparador o armador de un todo con partes viejas o pre-existentes. Lévi.Strauss apunta que el bricoleur es mitopoético, (“El Pensamiento Salvaje”)